Recuerdo un control de enfermería blindado por una mampara. En ella se encontraba una pequeña pantalla que proyectaba la realidad que una cámara grababa en la habitación contigua: una sala de torturas sacada de una película de miedo. Todas las locas nos agolpábamos entorno a esa pantalla cuando una compañera estaba dentro con una mezcla de apoyo y miedo, pavor. Observar el cuerpo de una compañera atado de cintura, pies y manos mientras intentaba liberarse era cuanto menos estremecedor. Quién me iba a decir que sin saber cómo ni porqué yo misma me iba a encontrar al otro lado de la pantalla. Aquella habitación era incluso mucho más tétrica de lo que aparentaba: se trataba de una estancia aséptica de paredes blancas; vacía con tan solo una cama dura en el centro de la misma que contaba con unas correas también blancas, correas que te aferraban fielmente a la cama impidiéndote cambiar siquiera de postura; hermética por lo que daba igual cuanto gritases que con aquella puerta enorme cerrada desde fuera (con tan solo una pequeña mirilla rectangular que se tornaba transparente muy de vez en cuando) nadie oiría tu voz.
Jamás tendré palabras para definir aquello, alguna vez traté de dibujarlo. Ahora son recuerdos difusos que me persiguen – “Túmbate en esa cama”. Una habitación heladora, sin estimulo alguno más que el paso de un tiempo incontrolable – tic tac tic tac ¿Habrá pasado ya una eternidad?. La frialdad de aquellas cintas, de aquellos grilletes que te ataban a la cama tan desoladores despertaba en mi una mezcla de desesperación, de incomprensión, de inhumanidad. Atada de pies, manos y cintura con aquellos imanes inseparables la enfermera me preguntó con desgana una vez- “ te los dejo más sueltos para que estés más cómoda” – como si alguien pudiese estar cómodo perdiendo su dignidad, siendo preso de la tortura. No quedaba más que chillar, que llorar con un llanto cercano al aullido. El profundo dolor de la total privación de libertad. No sé cuánto tiempo permanecí allí, sé que la huella de aquel traumático momento sigue viva en mi 15 años después.
12 años después de aquella traumática estancia reingresaba en una unidad de hospitalización psiquiátrica, enfrentándome a mi trauma pero esta vez en una unidad de agudos de un hospital público. En los siguientes dos años ingresé varias veces repartidas entre tres unidades de agudos de dos ciudades diferentes. En mi experiencia ni el paso de los años, ni la titularidad pública o privada, ni la distribución geográfica ha influido en la disminución de la violencia manifiesta y la violencia sutil en los momentos de hospitalización. El caso más flagrante fue en un largo ingreso involuntario de dos meses cargado de violencia y contenciones mecánicas. No recuerdo exactamente cuantas ni las recuerdo enteras, recuerdo tan solo retazos de la más larga en la que permanecí un día y una noche atada por completo. Esta vez más consciente, recuerdo una vulneración sistemática de mis derechos humanos, una tortura de manual.
De mi experiencia puedo decir que violento no es solo que te ingresen involuntariamente (que ya lo es), es que en dos meses de encierro nadie te explique por qué. Violento no es solo que te aten (que ya lo es), es el trato que te dan mientras permaneces atado, es que te nieguen ver a tus familiares, es el tiempo que permaneces atado sin sentido, es que no atiendan a tus llamadas desesperadas, es que solucionen que des la lata con más contenciones químicas, es que te den de comer en cinco minutos atragantándote, es que te digan que te orines encima que para algo llevas pañales, es que te nieguen cambiarte teniendo el período, es que una vez que te desatan dejen las correas sobre tu cama durante días amenazándote con volverte a atar.